domingo, 13 de septiembre de 2009

Autobiografía de encargo



Supongan ustedes que yo nací, desde chiquito, en una casa de modistas y supongan también que en aquel tiempo, como hoy, había cosas, no todas, que se hacían a prueba, se daban a probar; y que en tal casa había una salita ahondada de espejos para probar las clientas los nuevos vestidos. (Creo que un índice científico del grado de felicidad de una época y comunidad es el mayor número de cosas que se acostumbra “dar a probar” y no sé si hoy, me parece que sí, son más que las que disfrutábase en mi juventud.)

En aquel tiempo, puesto el vestido, la persona se veía un poco menos que antes; ahora ese menos verse la persona ha aumentado, menos menos; casi el vestido no tiene nada que ver con esto de cubrirse, con la ventaja ¡increíble de que se ve la persona y el vestido. (Alguna vez estudiaré cómo el desnudo se reduce a ser modestamente un escote totalitario simultáneo o la suma de todos los escotes sucesivos inocentes posibles a una sola persona).

Hasta la edad de seis años, yo entraba y salía (hoy no hubiera salido) de la salita de pruebas y ninguna de las clientas me veía, veía que yo andaba viendo. Todo fue descubrirse en casa que yo había cumplido los seis años (yo no creía que se le conociera a nadie en la cara; ¿cómo se sabe?) para prohibírseme la entrada bajo pretexto de que yo antes veía y ahora miraba. Pero saqué de ello el provecho de una gran inclinación por las matemáticas en punto a curvas y ángulos.

A los siete años ya aprendí a venirme abajo de un balcón y llorar en seguida; el golpe no me desconcertaba; no me acongojaba antes de llegar al suelo cuando todavía no tenía utilidad el llorar ya.

Fue demasiado grave para un principiante: caí diez metros seguidos, orientado en perfecta vertical y sin entretenerme nada en el trayecto como siempre se me ha recomendado en los “mandados”: todo lo hice sin ayuda, 10 metros para piernas de 7 años es mucho siendo uno solo el que se cae y además los matemáticos no lo aprueban ni quieren creerlo por la desproporción de metro por año. Tan grave fue que no es seguro que yo exista después de ella y de tiempo en tiempo los diarios anuncian mi defunción porque, algún cronista ha oído en conversación que hace cuarenta años me tomé de la baranda de la vertical durante diez metros continuos.

(El suelo, que está dondequiera que un porrazo se completa y que, buen compañero, no falta a nadie en la caída, es la altura nunca menospreciada de un aviador de piso, como yo. Esos navegantes del aire que se lanzan afanosos a lo alto como si se propusieran volver a fumar el humo del cigarrillo exhalado momentos antes, harían algo análogo a lo que recientemente me aconteció a mí cuando caminando con un amigo tropecé, mientras le hablaba, tan violentamente hacia adelante, que alcancé las palabras que acababa de pronunciar: me oí a mí mismo y tuve oportunidad de corregir un cierto gran disparate comenzado en ellas).

Ejecuté tan bien el venirse abajo que se me atribuyó vocación especial y en el barrio cuando algún chico por descuido pudo caerse, viéndole todos al borde de un balcón vacilando, corrían a mi casa a buscarme para que yo tomara por él el encargo de la caída. Mis chichones sobresalían no sólo en el cuerpo sino en el barrio; aun entre tumefacciones, ya de por sí relevantes, las mías sobresalían y en chichonería comparada era yo persona de fama.

Mi norma, en fin, era: empezar con caídas, la maestría de equitación, pero, de caballos chicos.

Como escribo bajo la depresiva inseguridad de existir, basta por hoy de una literatura quizá póstuma; soy más prudente que Mark Twain, el otro solo caso (*).









(*) Un mérito excelso en Twain es que fuera tan jovial a pesar del terrible infortunio en que vivió todos su años después de la edad de ocho, cuando bañándose con su hermano mellizo y en extremo parecido, ahogóse uno de los dos sin que nunca haya podido saberse cuál.

No hay comentarios:

Publicar un comentario