martes, 31 de agosto de 2010

Las cosas que dice Clarice










No entiendo. Esto es tan vasto que supera cualquier entender. Entender es siempre limitado. Pero no entender puede no tener fronteras. Siento que soy mucho más completa cuando no entiendo. No entender, del modo en que lo digo, es un don. No entender, pero no como un simple de espíritu. Lo bueno es ser inteligente y no entender. Es una bendición extraña, como tener locura sin ser demente. Es un manso desinterés, es una dulzura de estupidez. Sólo que de vez en cuando viene la inquietud: quiero entender un poco. No demasiado: pero por lo menos entender que no entiendo.





















La pena es que la mayor parte de lo que existe con esa exactitud nos es técnicamente invisible. Lo bueno es que la verdad llega a nosotros como un sentido secreto de las cosas. Terminamos adivinando confusos, la perfección.
















A veces tengo la sensación de que estoy buscando a ciegas algo; quiero continuar, me siento obligada a continuar. Siento hasta un cierto valor en hacerlo. mi temor es que sea todo tan nuevo para mí, que tal vez pueda encontrar lo que no quiero. Tendría el coraje, pero el precio es muy alto, el precio es muy caro, y yo estoy cansada. Siempre pagué y de repente no quiero más. Siento que tengo que ir para un lado o para el otro. O hacia un renunciamiento: llevar una vida más humilde de espíritu, o sino, no sé en qué ramo el renunciamiento, no sé en qué lugar encontrar la tarea, la dulzura, la cosa. Estoy viciada de vivir en esta intensidad extrema. La hora de escribir es el reflejo de una situación toda mía. Es cuando siento el mayor desamparo.
























jueves, 8 de julio de 2010

Cansancio



Y de los replanteos
y recontradicciones
y reconsentimientos sin o con sentimiento cansado
y de los repropósitos
y de los reademanes y rediálogos idénticamente bostezables
y del revés y del derecho
y de las vueltas y revueltas y las marañas y recámaras y remembranzas y remembranas de pegajosísimos labios
y de lo insípido y lo sípido de lo remucho y lo repoco y lo remenos
recansado de los recodos y repliegues y recovecos y refrotes de lo remanoseado y relamido hasta en sus más recónditos reductos
repletamente cansado de tanto retanteo y remasaje
y treta terca en tetas
y recomienzo erecto
y reconcubitedio
y reconcubicórneo sin remedio
y tara vana en ansia de alta resonancia
y rato apenas nato ya árido tardo graso dromedario
y poro loco
y parco espasmo enano
y monstruo torvo sorbo del malogro y de lo pornodrástico
cansado hasta el estrabismo mismo de los huesos
de tanto error errante
y queja quena
y desatino tísico
y ufano urbano bípedo hidefalo
escombro caminante
por vicio y sino y tipo y líbido y oficio
recansadísimo
de tanta tanta estanca remetáfora de la náusea
y de la revirgísima inocencia
y de los instintitos perversitos
y de las ideítas reputitas
y de las ideonas reputonas
y de los reflujos y resacas de las resecas circunstancias
desde qué mares padres
y lunares mareas de resonancias huecas
y madres playas cálidas de hastío de alas calmas
sempiternísimamente archicansado
en todos los sentidos y contrasentidos de lo instintivo o sensitivo tibio
remeditativo o remetafísico y reartístico típico
y de los intimísimos remimos y recaricias de la lengua
y de sus regastados páramos vocablos y reconjugaciones y recópulas
y sus remuertas reglas y necrópolis de reputrefactas palabras
simplemente cansado del cansancio
del harto tenso extenso entrenamiento al engusanamiento
y al silencio





Oliverio.

martes, 25 de mayo de 2010

La boca que la piel suspende


Si acaso algún día tuviera la tragedia de ser comido, él (tan comible), sería -por no faltarle el respeto a nadie (ni a él, ni al Dios que lo sopló fuera de su aliento)- de manera TAN impecable.
Empezaría por arrancarle los dedos de las manos esas que tiene (con las que me hace señas, el muy ignorado hijo de Dios) y pasarle la lengua áspera a cada uno. Marticaría sus ojos con un amor canibal. Volvería su pellejo y sus piernas mazapán, o más, materia de la mas prima materia para hacerlo otra vez, si quisiera.
No usaría ni siquiera un tenedor, lo haría a pura viva carne y manos mías. Lo desarmaría con los dientes y las uñas hasta volverlo nada y hacerlo todo Mí, todo Yo. Nunca sobre una mesa, mi plato sería el mismísimo suelo de madera lustrada. Que la sangre corra y la lengua la levante. Que no quede nada más que su nombre y su pulso en mi paladar. Tengo la mandibula practicada, adiestrada en cada movimiento. He repasado el ritual miles de noches. El ensayo caprichoso es para devorarlo impecable.


No tiene ni una gota de delirio. Es vitalmente cierta la memoria entrenada de mi boca de animal.





Nadie, nunca, jamás te va a comer como te comería yo.










(Lets start the Bloody Carniceria)

domingo, 11 de abril de 2010

Teresa tenía un perro.




¿Por qué es tan importante para Teresa la palabra idilio?
Nosotros, que hemos sido educados en la mitología del Antiguo Testamento, podríamos decir que un idilio es la imagen que nos ha quedado como recuerdo del Paraíso: la vida en el Paraíso no semejaba una carrera en línea recta que nos conduce a lo desconocido, no era una aventura. Se movía en círculo entre cosas conocidas. Su uniformidad no era un aburrimiento, sino un motivo de felicidad.
Mientras el hombre vivió en el campo, en la naturaleza, rodeado de animales domésticos, en el regazo de las épocas del año y de su repetición, quedaba aún dentro de él al menos un reflejo de ese idilio paradisíaco.
Adán, en el Paraíso, cuando se inclinaba sobre una fuente, aún no sabía que aquello que veía era él mismo. No habría comprendido a Teresa cuando, de niña, se ponía ante el espejo y trataba de ver su alma a través de su cuerpo. Adán era como Karenin. Teresa se divertía con frecuencia poniéndolo frente al espejo. No reconocía su imagen y se comportaba con increíble desinterés y distracción.
La comparación entre Karenin y Adán me lleva a pensar que en el Paraíso el hombre aún no era hombre. Más exactamente: el hombre aún no había sido lanzado a la órbita del hombre. Nosotros hace ya mucho que hemos sido lanzados y volamos por el vacío del tiempo que transcurre en línea recta. Pero aún sigue
existiendo dentro de nosotros una estrecha cuerdecilla que nos ata al lejano y nebuloso Paraíso en el que Adán se inclina sobre la fuente y, siendo totalmente distinto de Narciso, no intuye que esa pálida mancha amarilla que ha aparecido allí es en realidad él mismo. La nostalgia del Paraíso es el deseo del hombre de no ser hombre.
Cuando, siendo niña, encontraba las compresas de la madre manchadas por la sangre de la menstruación, le daban asco y odiaba a su madre por no tener la vergüenza necesaria para esconderlas. Pero Karenin, que era perra, también tenía menstruaciones. Le venían una vez cada medio año y duraban quince días. Para que no ensuciase la casa, le colocaba entre las patas un gran trozo de algodón y le ponía unas bragas viejas suyas, que le ataba ingeniosamente con un cordón al cuerpo. Se pasaba catorce días riéndose de la forma en que iba vestida.
¿Cómo es posible que la menstruación del perro despertase en ella una alegre ternura mientras que la suya propia le daba asco? La respuesta me parece sencilla: el perro nunca ha sido expulsado del Paraíso. Karenin no sabe nada de la dualidad entre el cuerpo y el alma y no sabe qué es el asco. Por eso Teresa se siente tan a gusto y serena con él. (Y por eso es tan peligroso transformar el animal en «machina animata» y la vaca en un autómata que produce leche: el hombre corta así el hilo que lo ataba al Paraíso y en su vuelo por el vacío del tiempo ya nada podrá detenerlo ni consolarlo.)
De la confusa mezcla de estas ocurrencias, crece ante Teresa una idea blasfema de la que no puede librarse: el amor que la une a Karenin es mejor que el que existe entre ella y Tomás. Mejor, no mayor. Teresa no quiere culpar a Tomás ni culparse a sí misma, no pretende afirmar que pudieran quererse más. Pero le da la impresión de que la pareja humana está hecha de tal manera que su amor es a priori de peor clase de la que puede ser (al menos en su caso, que es el mejor) el amor entre una persona y un perro, esa extravagancia en la historia del hombre, probablemente no planeada por el Creador.
Es un amor desinteresado: Teresa no quiere nada de Karenin. Ni siquiera le pide amor. Jamás se ha planteado los interrogantes que torturan a las parejas humanas: ¿me ama?, ¿ha amado a alguien más que a mí?, ¿me ama más de lo que yo le amo a él? Es posible que todas estas preguntas que inquieren acerca del amor, que lo miden, lo analizan, lo investigan, lo interrogan, también lo destruyan antes de que pueda germinar. Es posible que no seamos capaces de amar precisamente porque deseamos ser amados, porque queremos que el otro nos dé algo (amor), en lugar de aproximarnos a él sin exigencias y querer sólo su mera presencia.
Y algo más: Teresa aceptó a Karenin tal como era, no pretendía transformarlo a su imagen y semejanza, estaba de antemano de acuerdo con su mundo canino, no pretendía quitárselo, no tenía celos de sus aventuras secretas. No lo educó porque quisiera transformarlo (como quiere el hombre transformar a su mujer y la mujer a su hombre), sino para enseñarle un idioma elemental que hiciera posible la comprensión y la vida en común.
Y luego: El amor hacia el perro es voluntario, nadie la fuerza a él. (Teresa piensa nuevamente en su madre y todo le da lástima: ¡Si la madre fuera una de las desconocidas de la aldea, es posible que su alegre brusquedad le resultara simpática! ¡Ay, si la madre fuera una persona extraña! Teresa se avergonzó desde su infancia de que la madre hubiera ocupado los rasgos de su cara y confiscado su yo. ¡ Pero lo peor era que el antiguo imperativo «¡ama a tu padre y a tu madre!» la obligaba a estar de acuerdo con aquella ocupación y a llamar a aquella agresión amor! La madre no tenía la culpa de que Teresa hubiera roto con ella. No rompió con ella porque la madre fuera como era, sino porque era la madre.)
Y lo principal: Ninguna persona puede otorgarle a otra el don del idilio. Eso sólo lo sabe hacer el animal, porque no ha sido expulsado del Paraíso. El amor entre un hombre y un perro es un idilio. En él no hay conflictos, no hay escenas desgarradoras, no hay evolución. Karenin rodeó a Teresa y a Tomás con su vida basada en la repetición y eso mismo era lo que esperaba de ellos.
Si Karenin hubiera sido un hombre y no un perro, seguro que hace tiempo ya que le hubiera dicho a Teresa: «Haz el favor, estoy aburrido de llevar todos los días el panecillo en la boca. ¿No puedes inventar algo nuevo?». En esta frase está encerrada toda la condena que pesa sobre el hombre. El tiempo humano no da vueltas en redondo, sino que sigue una trayectoria recta. Ese es el motivo por el cual el hombre no puede ser feliz, porque la felicidad es el deseo de repetir.
Sí, la felicidad es el deseo de repetir, piensa Teresa.
[...]
Teresa acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita. Nunca seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y nosotros.
La verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción), radica en su relación con aquellos que están a su merced: los animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
Una de las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. Le llamaba Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras, pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían, a pesar de Descartes.) Pero luego se hiz0 cargo del pueblo una gran fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a Descartes. Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón, acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la humanidad. En ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero, se abraza a su cuello y llora. Esto sucedió en 1889, cuando Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes. Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el momento en que llora por el caballo. Y ése es el Nietzsche al que yo quiero, igual que quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas descans a la cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos: ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, «ama y propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.

M.K.

domingo, 14 de marzo de 2010

El pecado de Tocar

Mira pero NO toques...

Toca, pero NO pruebes...

Prueba, pero NO tragues...






pd: Te quiero.

miércoles, 10 de marzo de 2010


Mezclo los pronombres en una ensaladera. Y se me sale el síntoma, como alarma, como memoria en la piel que niego estos días. Mi oculta estrategia es distraerme, y justo ahí, en el albor del blanco mental que me niega, el golpe: voy buscando (mientras escapo de ellas) las imágenes de esa que yo era allá, y que soy, aquí dormida.

Se suceden una a una, y hasta puede sentirse la brisa mecánica, en este constante fluir tosco de imágenes; como si viniera yo dentro de un tren y mi ojo sufriera y disfrutase el devenir cromático de ese afuera.

Soy Yo. Es ella agachando la nariz y buscando una planta. Soy yo comentando en voz alta el decálogo para disfrutar una soledad incalculablemente extraña, y de imposible clasificación.

Se repetía, una y otra vez, que “esto era necesario”, que habia que renunciar. El amor absoluto no existe, linda… me dijo (creo) una vez. “Te quiero mucho” “Te adoro mas que a nada”. El amor se mide en palabras, pero no es absoluto. El valor, está en la ensaladera. Ahí donde se mezclan las personas, los lugares, las palabras, las historias contadas por las personas sobre los lugares, y otras personas, en palabras sobre otras palabras. El valor del amor es relativo, y es un arte. La ensalada es infinita.

Ahí aprendí, con ella desdoblada frente a mi, pidiéndome piedad y alargándome en una mano su silencio. Yo me acercaba a mi misma, con voz alta, el Principio del Humilde Silencio.

Fueron días de intensa velocidad apagada. Los ruidos de la casa y el estómago, la ruta, el sótano y las cartas al medio dirigidas a Buenos Aires, y el dolor de muelas mientras se asfixiaba el sol de a poco. Cuando se aprende algo sublime, es como volver al punto cero. Pero sin volver. Una vez aprendido algo, hay que seguir. La perfección es absurda, pero es el motor. El motor invisible y latente de toda evolución.

Y no hay manera de explicarlo. Lo intento, por terca, y como homenaje imposible a alguien indescifrable y hermoso, que era yo regalándome en una mano el silencio a mi misma.

Duró un segundo.

Me extraño. “Es que todo ha sido tan intenso. Y yo con este cuerpo que es uno solito” Escribí.

Ahora, además, tengo un cuerpo a la mitad, alargándome en una única mano el ruido y las luces.

Ella se ha ido a dormir en una nuez perdida en algún lugar.

jueves, 18 de febrero de 2010

In-ilio





Delicia de perderse en la imagen presentida. Yo me levanté de mi cadáver, yo fui en busca de quien soy. Peregrina de , he ido hacia la que duerme en un país al viento.


A.P.

jueves, 11 de febrero de 2010

Incomprendida




Ori: - Olipasalam (?)
K: -Y vino papá Noel ayer?
Ori: - Si
K: Y , ¿qué le dijiste vos?
Ori: ecaeteda
K: ¿Qué cosa?!
Ori: Catera
Madre: ¿Cartera? ¿Qué cartera?
K: ¿Tenía una cartera grande?
Ori: No, co, e coche.
K: ¿Coche?
Ori: Si
K: ¿Vino en coche?
Madre: Noooo, bajó por la escalera
(Oriana y ceño fruncido)
K: ¿Tenía una bolsa grande?
Ori: Si.
K: ¿y qué tenía en la bolsa?
Ori: Acompamacé.
Madre: ¿A comprar al almacén? ¿Que? Cualquier cosa, Ori....









Quizas intentaba decirnos que quería una cartera. Quizas se arrepintió y quiso un coche. O quizas queria decir que papá Noel compra en el almacén de Doña Alicia.



miércoles, 10 de febrero de 2010

Comprendida en metaforas

ALEJANDRA SANGUINETTI

Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage
And then is heard no more: it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying NOTHING.


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La vida no es más que una sombra errante, un pobre actor
que se pavonea y apura su hora sobre el escenario
para jamás volver a ser oído: es un relato
contado por un idiota, lleno de ruido y furia,
que no significa nada.


martes, 2 de febrero de 2010